Artículo sobre cine de Horacio Quiroga

 

Aspectos del cinematógrafo. La altura de las estrellas[1]

Horacio Quiroga

Una de las cosas que más saltan a la vista en las cintas norteamericanas es la exigua estatura de sus actrices. Dícese que Griffith, el afamado director, rechaza sistemáticamente a toda joven estrella cuya cabeza no es dominada por la de un actor de buena estatura. Por otro lado, todo el mundo puede observar el aventajado porte de las actrices italianas y francesas, las mismas que en las tablas lo lucieron ya, con el derroche de poses, posesión de sí mismas e impertinencia, que parece ser inherente a su suficiencia de «femmes superieures».

Este singular contraste obedece sin dudas a un concepto, sobre el que no es inútil detenerse un instante.

La mujer de arte es en el film francés e italiano una entidad excelsa, a cuyo rededor los hombres giran como míseros comparsas. El empresario medita su ganancia sobre ella, el autor escribe para ella, y para las solemnes actitudes de su personalidad, el director de escena y sus tres máquinas tienen el alma en suspenso.

Cuanto es atributo normal del alma del varón: voluntad y carácter, ella lo encarna. El amor, el amor puro y exclusivo que hace crujir los dientes del hombre y cierra los ojos de las mujeres, le es desconocido. Su personalidad —asexual, diríamos— no es sensible a estas pequeñeces. O si condesciende a aceptarlas, es a trueque de muecas psicológicas que ponen una vez más de relieve, conjuntamente con la condición superior de su alma, la insignificancia del hombre ambiente.

Se comprende muy bien que tal personaje domine al público que lo ha creado, con sus gestos de Sarah, sus actitudes rebuscadas y su desdeñosa conmiseración por el tropel de hombres a sus pies.

Es, sin disputa y sin reservas, un producto de la decadencia de la especie.

Por dicha, el concepto norteamericano del film es otro.

Allí, como en todas partes donde la verdad está en proporción de la riqueza de la sangre, las altas tensiones del espíritu hallan en el organismo de hierro del hombre su vaso normal. La «femme superieure» nada tiene allá qué hacer, si no es descender de su pedestal teatral y convertirse de nuevo en mujer del hombre.

En ningún país seguramente ha llegado la mujer a una más completa comprensión de su fuerza, que le da la libertad necesaria para mirar tranquilamente en los ojos a un hombre, después de una declaración recibida, y de un «no» contestado. Kipling lo anota. Pero tampoco en comarca alguna el hombre ha puesto más vigorosamente en juego la energía de sus nervios, de su voluntad y de su responsabilidad moral, ante él mismo.

La conjunción de los sexos, pues, no ha sufrido en sus elementos. Los mutuos cargos de la vida pesan sobre las espaladas enlazadas por la lucha; y si el uno domina con su estatura y su arranque, la otra sostiene esa tensión con su amor, muy feliz, a pesar de todo, de que su cabeza pueda recostarse en el hombro de su marido. La postura es clásica, y vale la pena hacerla notar un poco.

Es resorte casi infalible de las grandes cintas americanas la conquista del hombre muy duro de carácter por la ternura de una mujer —una jovencita casi siempre. Cómo esa fuerza sin freno —agiotista, pionner, salvaje— cae sollozando ante las rodillas de la chica, es la trama de dichos films. El final reproduce constantemente la situación de mutuo apoyo y fuerzas distribuidas: él, el hombre, sacrificando su violencia ejecutiva a la suave presión de una constante ternura reanimadora; ella, rindiendo su estéril orgullo ante la más fecunda energía del varón, que lleva así con ella su jardín a la áspera lucha del desierto.

El desierto en cuestión es el Arizona o el mismo Nueva York, dondequiera que la falta de privilegios imponga al hombre, para no sucumbir, un violento ejercicio de su personalidad. Y si la llama demasiado ardiente y demasiado alocada de su actividad encuentra en un constante beso la frescura y la norma que oriente su vida, la fusión antes dicha quedará sellada con ese mismo beso inicial que cierra el film.

Tal es el cuadro, constantemente reproducido: la ruda y alta estatura del varón, doblado sobre la frágil mujercita; él, forzado a doblar la cabeza para alcanzar sus labios; ella, alzando la suya, con los ojos cerrados, ante el león domado.

Nada más hermoso, queremos creer, y que da razón al señor Griffith, cuando pretende que en una escena de conjunción, la diferencia de estaturas es un completo símbolo. Por otro lado, todos sabemos que el abrazo a una mujercita que debe alzar la cabeza para mirarnos, nos torna profundamente tiernos; surge sin duda del remoto fondo de los siglos, el sentimiento de protección al ser más débil. Resorte también éste de las cintas norteamericanas, y que la preocupación del señor Griffith no hace más que acentuar.




[1] Publicado en El Hogar, Buenos Aires, Nº 490, Año xvi, 21/II/1919.

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